Por Marcos Fabián Herrera Muñoz
Las celebraciones populares, son los tributos que se le rinden al ocio creador y a las leyendas callejeras. Son los asuetos de festejo para escapar a la amargura de los días. La transgresión de la norma y la anulación de la autoridad y los boatos de poder. El ethos carnavalesco se erige sobre la fraternidad que supone el abrazo de los compadres y los vecinos para olvidar por pocos días el deber y el compromiso.
El arrebato de don Miguel Barreto, Inés García y Anselmo Durán, degeneró en el bazar amorfo, que del antiguo solaz agrario determinado por el solsticio de verano, hoy ha mutado al ruidoso festival vallenato del sur. Los bambucos del amanecer y las chirimías barriales, fueron desterradas para dar paso a los petulantes badulaques que se pasean con estridentes sonidos. La majadería de la ostentación, se refrenda en la alicoradas cabalgatas convertidas en patente de corso para la simulación social. Rumichaca, es un fantasma que sólo recuerdan los memoriosos ancianos de la plaza de San Pedro.
Por eso, hoy nos queda la resaca, el ardor y las deudas. La depresión colectiva de una región que se asume folclórica en la beodez de la muchedumbre, que dice reivindicar el acervo cultural en los impostados reinados, que se pretende autóctona con la combinación pintoresca de aullidos, vallenatos y rajañelas. No promete mucho un pueblo que dedica la mitad del año a la preparación del más inauténtico festival.