Por Marcos Fabián Herrera
La mía, fue una generación descreída. Con los bombazos del narcotráfico, las engañifas de los políticos y los magnicidios de caudillos, aprendió la incredulidad como único credo. Nunca se nos permitió soñar un país diferente. Por eso creo que los nacidos en la década de los 80 y los 90 integramos la generación de los resignados. Crecimos creyendo que nuestra caricatura de nación se edificaba sobre pétreas bases fabricadas con la arena de la incorreción y el concreto de la incuria. Nos bañamos en la piscina de aguas densas y pestilentes contaminada con las excrecencias de los mayores, convencidos que no existía filtro alguno para purificarla.
Cuando alguien se apestaba con el maremágnum de heces que los mayores nos legaron, de manera fulminante era rotulado con los adjetivos más nobles que el pragmatismo corruptor vació de sentido: soñador y solitario. A ese linchamiento de la utopía, y sistémica asfixia de todo proyecto colectivo, debemos la encarnizada competencia y el desmedido lucro que se nos impuso como única norma de vida: Ser rico para ser alguien.
Quienes fueron obedientes a esta cartilla moral, hoy deambulan con el lujo de las propiedades y la vaciedad de los cóncavos de carácter. Hoy se marchitan en las esquinas con los fetiches de la ostentación. Para que Colombia no sea la historieta de nudo entretenido y final anticipado, le corresponde a los treintañeros de hoy, pisar fuerte en el fango para salir del atolladero. Las respuestas no la darán las academias, hoy inundadas de soberbia y arribismo; menos aún, las series de la bobería televisada. Hoy creo, que desde esta aldea perdida del sur, es posible asomar la cabeza y los pies para subirnos al tren. El 2016 nos enseñó que los sueños se derrumban para rehacerse con los gemidos de la derrota. Fue el año en el que aprendimos a confundir los sueños y las pesadillas.