Por Marcos Fabián Herrera
Las brasas ardían en el fogón de leña en el que se preparaba el café cerrero que daba los bríos para comenzar el día. La tierra mojada, el canto del gallo y la boñiga fresca, anunciaban una madrugaba apacible en la labranza que cuidaban Mercedes y Marcos. La tierra siempre les fue ajena. La desbanda atropellada de los caballos y los gritos de rabia se escucharon en el corral abandonado del pedernal de la casa vecina. Cuando los escupitajos de pólvora atronaron en el cielo del sol tenue que se asomaba en la cordillera, todos supieron que debían huir. Trabajar para un patrón con banderas partidistas que nunca conocieron, los había sentenciado a muerte. El gimoteo de los niños y los bártulos de la miseria heredada se fueron en el lomo de la mula que los llevó monte adentro para guarecerse de la violencia de un país desmembrado.
Huyeron del odio, con el hambre a cuestas y recorrieron los pueblos paliando los días con el pan de trigo que salía de la batea de Mercedes. Todo lo escuché en el patio de la vieja casa de mi abuela, mientras mi tío Misael barría el horno de leña y mi tía Genoveva preparaba los merengos. Después de ellos, el éxodo bíblico de la parentela fue un sino trágico que se cargó por años. Salieron Román y Fany, Benicio y Melba. Todos, cargando culpas ajenas y prolongando sentencias dictada por el lenguaje de los fusiles de las guerrillas partidistas.
Para que este relato de ignominia y dolor, común a miles familias colombianas, no sea un reiterado episodio obligado a vivir por cinco décadas más. Para que los nietos de Mercedes algún día puedan conocer el pueblo del norte del Huila en el se engendró la guerra insensata y fratricida que los convirtió en desarraigados. Para que la historia sea un relato interpretado sin el fanatismo de muerte que nos ha precipitado por el abismo de la discordia. Para que el talento de miles de jóvenes no se malogre en las trincheras de los guerreros, votaré por el sí, en el plebiscito que nos consultará el rumbo del futuro de Colombia. Sin renunciar a ser el crítico público de un gobierno autista, diestramente neoliberal y afelpadamente santafereño, la historia nos obliga a no perpetuar el pelotón de fusilamiento del Coronel Aureliano Buendía.