Expresidentes

Expresidentes

Por Marcos Fabián Herrera Muñoz
A un ilustre profesor de arte, le escuché narrar la historia de un par de aspirantes a pintores, que luego de fracasar en la academia como aprendices, decidieron expiar su frustración dedicando sus vidas a lanzar improperios contra todo aquel que intentara emplear las técnicas que ellos no pudieron dominar. Convirtieron sus horas, cuenta con sorna el catedrático, en infelices ratos perdidos en el estéril ejercicio de amargar el tiempo con descalificaciones a quienes lograron lo que ellos pretendieron.
La de Uribe y Pastrana, es una alianza de hombres malogrados. Con empresas inacabadas o fracasadas en sus pésimos gobiernos, se hicieron elegir batiendo banderas que ninguno logró materializar. El primero, en sus ochos años de espurios actos de gobierno, no logró el exterminio para la subversión que prometió en su campaña. El segundo, con una fotografía con los curtidos jefes guerrilleros en medio de la selva, prometió la paz mientras comía confites y jugaba en el Nintendo con su hermana Cristina. Con el pesar a cuestas, ahora se abrazan en la plaza pública, siendo antípodas en la forma, pero esencialmente iguales: Ex presidentes resignados a contemplar con perplejidad que un filipichín Santafereño, amparado por ellos en sus nada memorables periodos presidenciales, trae de la manigua a la ciudad, a la guerrilla más vieja del mundo. Algo que los dos intentaron de manera fallida.
Si se tratara de vocaciones sinceras para convertirse en hombres útiles, mucho bien nos harían verlos dedicados a oficios en los que han demostrado más eficiencia. De Uribe, esperaría que dedicara su tiempo a organizar cabalgatas, calzar yeguas y arriar mulas en cualquiera de sus haciendas. De Pastrana, nos divertiría verlo organizando conciertos, masticando chicle y contando canicas con la misma astucia con que su padre contó los votos un 19 de abril. En estos menesteres, este par de bufones con pretensiones de estadistas, le servirían mucho a Colombia. Hemos visto que el ex-presidente de Amagá, hijo de minero y distraído gobernante frente a las llamas palaciegas, ha purgado sus pesares con sus retozos poéticos. Cuando los viudos del poder se niegan a entrar al museo y se empeñan en hacerse escuchar, corren el riesgo de volverse delirantes. Como Tulio, el desvariado conductor que recorre las calles de mi pueblo, contando glorias pasadas frente al timón de autos de lujo. A él nadie lo escucha.

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