Por Marcos Fabián Herrera
Mucho se ha hablado por estos días de la innovación pedagógica y la creatividad didáctica. El tema, que como un ciclón traído por la tempestad, llega cada cierto tiempo en los cubiletes de académicos y vanguardistas, ahora es bandera de gobiernos que se proponen hacer de la educación su principal apuesta.
Revisadas en detalle, nuestras actividades pedagógicas son absorbentes rutinas imbuidas de tedio y amargura. Envanecidos en la autoridad, que supone gozar de un auditorio subordinado, y en la mayoría de las veces, nadando en el desconcierto de la ingenuidad, los docentes obramos como señores feudales armados con el perrero de la imposición.
Quisiera que de los foros, los profesores salieran dispuestos a reinventarse; a olvidarse de los planes de mejoramiento, matriculas condicionadas, modificaciones de conducta, comités de evaluación, y demás engendros reveladores de nuestras frustraciones, vacíos y fantasmas.
La educación, que debe ser asumida como un proceso liberador y constructor de sentido, se ha mecanizado por culpa de nuestra exigua porción de datos convertida en fuente suprema de los discursos trajinados. Para ocultar nuestras limitaciones afectivas y maquillar la falta de audacia, nos refugiamos en el autoritarismo.
Ahora mismo, los nostálgicos que en sus remembranzas todo los bañan de heroísmo, me ripostarán que la regla y la sangre, la urbanidad de Carreño y las reverencias de antaño, hicieron de ellos hombres rectos y pulcros. Contestaré, que ese pesado fardo ha hecho de nosotros docentes sin vocación. Ese lacrimoso legado, perpetuó la exclusión, el egotismo y la insolidaridad. Nada de añoranzas. No es con tiza y tableros desvencijados como cambiaremos la educación. ¡ Bienvenida la transgresión y el espíritu volcánico castrado por las reglas y los manuales de convivencia ¡