Heber Zabaleta Parra*
Hay un proverbio coreano: ‘Salta, ya aparecerá el piso’. Y esa sensación, entre expectación y seguridad, es la que describe la lectura, trepidante y vibrante del libro La Cruz del Cristo de la comunicadora social y abogada Claudia Bossa.
La historia protagonizada por Donaldo del Cristo Leal y Mónica, en medio de una Cartagena de Indias añorada y recreada por la memoria, complementada por los vientos de San Andrés Islas y la fría y capitalina Bogotá, permite develar sentimientos, episodios e historias que se van conectando a través de la escritura y el relato persistente de Claudia, quien con una prosa novedosa, una narrativa sin engaños, directa, un concepto literario cautivante, no deja escapar al lector, pues sigue las ‘reglas’ de los maestros escritores, pero va dando a conocer e imponiendo su naciente sello personal en las letras, en un lenguaje propio, que logra darle identidad a esta innovadora novela.
Su formación en Comunicación Social, su destacado ejercicio en la ‘crónica roja’ con el Periodismo Judicial, sus estudios de Derecho y desempeño de Abogada, junto a su carácter y visión femenina, y un desarrollado olfato para transformar hechos cotidianos y reales en imágenes literarias perdurables, permiten quedar atrapados en las páginas de La Cruz del Cristo, ya que cada párrafo es una invitación para continuar leyendo, profundizando, no soltar el libro y esperar, con expectativa e intriga, cada uno de los episodios de los personajes y el desarrollo mismo de la novela.
Sorprende. Gusta. Intriga. Conquista. Invita. Recrea. Imagina. Acerca. Describe. Destapa las emociones humanas, las pasiones corporales, los ardores del alma, los bríos del sexo, como cuando en una escena nos narra que “Muy concentrada. Con sutileza, deja caer las tiras de su vestido rojo que se desliza por sus prominentes curvas y cae al suelo; suelta su cabello copioso y liso, color azabache; libera los senos erizados por la caricia suave del satín y la premonición del éxito en el carnal encargo”, pero a la vez los enmarca en reflexiones espirituales y expresiones populares que contextualizan, critican o subrayan los mensajes implícitos.
No escapa de su prosa: Crítica. Detallista. Envolvente. Los escenarios que enmarcan y transportan al lector con los olores, sabores, el contacto, los ruidos, los sonidos, por donde los personajes se mueven y marcan el timo de la historia como al trasladarnos al Mercado de Bazurto, ya que “no solo representa la central de abastos y de acopio de alimentos y víveres que se consume en Cartagena, también es un basurero inmundo, antihigiénico, con desperdicios arrojados por vendedores ambulantes (estacionarios y oportunistas), coteros, acarreadores y compradores, esperando, claro está, que sean los operadores recolectores quienes limpien y depositen ese mierdero en los camiones compactadores de basura, y que de allí los trasladen al relleno sanitario de Henequén”.
Con el lenguaje, la novel Claudia Bossa reconstruye, para algunos lo estaría erigiendo, un universo especial entre la imaginación y la creación, y con entusiasmo, alegría y un tono coloquial nos habla de “Hay negros negros, negros turquíes, negros tiznados, negros rapés, negros mojosos, negros chocolates, negros indios, negros hindúes, negros timbos, negros chimbos, pero esta era una negra tablúa, un mujeron de piel mate. La negrura se lleva en la identidad, en la sangre, en el corazón, en el ADN, en el color de la piel ¡y qué!”, y nadie se puede sentir discriminado en esta sociedad líquida, frágil y polarizada.
La lectura de La Cruz del Cristo permite conjugar la vida, la muerte y el tiempo, en un torbellino de sucesos y episodios, en medio de sombras y matices como “La abstracción narrativa de Mónica se silencia cuando, nuevamente, la invade un aire templado que acaricia su cabeza como lo hacía su entrañable abuela Eloísa. Inhala profundo y exhala lentamente. Ahora ella, la abuela Eloísa, es solo un ser espiritual que superó la experiencia humana de la unidad del cuerpo, la mente y el alma en su estadía en el mundo. Y continúa apuntando sus nostálgicas memorias”.
Uno va avanzando, descubriendo, encontrando, sin mascaradas, un texto que sin laberintos ni marañas literarias nos confronta con situaciones cotidianas tan profundas, llenas de mensajes, pero con un hondo significado en el hilo de la historia: “Cuando se le pasó el arrebato a la espiritufláutica, apretó con firmeza la barbilla de Lucho y él, dócil y sumiso, le retiró la mano de su rostro, entrelazó sus dedos y tomó la cara de ella con delicadeza, puso sus labios y ¡chuic!, posó un piquito. Se miraron a los ojos por un instante y Lucho la soltó para ir a la tienda”.
Cuando me acerco a las páginas finales de la novela, diversas sensaciones siguen apareciendo, como el piso del proverbio coreano, pues Claudia nos cuenta que “Había creado un ideal de familia y el deseo de que las relaciones fueran tranquilas, alejadas de las envidias que no cruzan el mar Caribe, según su ingenuidad. Pero él, Donaldo del Cristo, se encargó de crear (especialmente para ella) el apocalipsis en el paraíso insular. Mónica no quiere llorar más por la furia y la frustración, y observa detenidamente cómo la luna se apodera de la noche”. Hay más. Sigue la expectativa. Yo ya salté.
*Escritor y Editor Periodístico